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Chuquiago -  Miguel Sanchez-Ostiz

Chuquiago (eBook)

eBook Download: EPUB
2018 | 1. Auflage
290 Seiten
La Linea Del Horizonte Ediciones (Verlag)
978-84-15958-91-8 (ISBN)
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Si hay una ciudad amada en las geografías vitales de Sánchez-Ostiz, sin duda es esta Chuquiago, el nombre aimara de la capital boliviana, a la que va y viene desde 2004 y por contar el tiempo sumergido en ella, ya alcanza un año y medio de su vida. La Paz, ciudad de barrocos excesos, de realidades inabarcables, de acumulativa humanidad que impregna sus calles como trazadas a cordel. Recuerda el autor que Gómez de la Serna la hubiera bautizado como cataclismática y de su termitero urbano han hablado los propios, Jaime Saenz y Victor Hugo Viscarra, sobre todo, y los ajenos, Allen Ginsberg, Christopher Isherwood, Paul Morand o Cees Noteboom. De Chuquiago en primera persona también escribieron los de aquí: Eugenio Noel, Ciro Bayo y Ernesto Giménez Caballero, pero ningún retrato foráneo tan arrebatado como el que nos brinda la maestría literaria y el espíritu admirativo y zumbón del autor de estas páginas. Así son sus derivas por los laberintos callejeros pacenses, así el retrato de sus personajes inolvidables impregnando un relato vibrante de pura literatura. En Chuquiago la realidad es pura fantasía, nos recuerda Sánchez-Ostiz, '¿para que inventarse mundos imaginarios si están en La Paz?'.

Novelista, articulista, crítico de arte y literatura, ensayista, dietarista, poeta, también ha hecho incursiones en la literatura de viajes. Su figura de referencia es Pío Baroja de quién ha publicado varios trabajos biográficos y ensayos. Es la suya una obra ecléctica y singular en el panorama de nuestras letras, merecedora de algunos de los grandes galardones literarios, entre ellos el Premio Herralde por su novela La gran ilusión (Seix Barral, 1989), el Premio Nacional de la Crítica en 1998 por No existe tal lugar (Anagrama, 1997), el Príncipe de Viana de Cultura, 2001 y, un año más tarde, el premio Euskadi de Literatura por su ensayo Sin tiempo que perder (Alberdania, 2009). Autor de una obra ingente afinada en varios registros bien provistos de humor, vitalidad y, sobre todo, un espíritu entregado a toda suerte de intereses, como se percibe en su blog Vivir de buena gana. Entre la veintena de novelas, algunas tan arriesgadas como Las pirañas (Seix Barral, 1992), o El escarmiento y Perorata del insensato, ambas en Pamiela; sin olvidar que la lista de sus diversos poemarios, ensayos y dietarios es realmente extensa. Bolivia se ha convertido en una pasión tan particular que ya ha alumbrado varios títulos: Cuaderno boliviano (Alberdania, 2008), este Chuquiago. Deriva de la Paz que ahora editamos en versión española y muy pronto Cirobayesca boliviana (Renacimiento).
Si hay una ciudad amada en las geografias vitales de Sanchez-Ostiz, sin duda es esta Chuquiago, el nombre aimara de la capital boliviana, a la que va y viene desde 2004 y por contar el tiempo sumergido en ella, ya alcanza un ano y medio de su vida. La Paz, ciudad de barrocos excesos, de realidades inabarcables, de acumulativa humanidad que impregna sus calles como trazadas a cordel. Recuerda el autor que Gomez de la Serna la hubiera bautizado como cataclismatica y de su termitero urbano han hablado los propios, Jaime Saenz y Victor Hugo Viscarra, sobre todo, y los ajenos, Allen Ginsberg, Christopher Isherwood, Paul Morand o Cees Noteboom. De Chuquiago en primera persona tambien escribieron los de aqui: Eugenio Noel, Ciro Bayo y Ernesto Gimenez Caballero, pero ningun retrato foraneo tan arrebatado como el que nos brinda la maestria literaria y el espiritu admirativo y zumbon del autor de estas paginas. Asi son sus derivas por los laberintos callejeros pacenses, asi el retrato de sus personajes inolvidables impregnando un relato vibrante de pura literatura. En Chuquiago la realidad es pura fantasia, nos recuerda Sanchez-Ostiz, "e; para que inventarse mundos imaginarios si estan en La Paz?"e;.

CHUQUIAGO MARKA


Eran ciudades grandes, oscuras,
los ruidos, los olores, los habitantes,
en esas ciudades, eran una cosa extraña,
y dejaban un recuerdo imborrable
en la memoria del extranjero.
El extranjero, a su paso por esas
ciudades, solo vivía para mirar y
escuchar, pues el único modo de
posesionarse del olor siempre nuevo
y desconocido que de ellas manaba,
era mirar y escuchar.

JAIME SAENZ en La piedra imán

Mirar y escuchar, cierto, pero para hacerlo hay que patear las ciudades sin rumbo fijo, patiperreando, a la deriva, un paso detrás de otro. Es preciso dejarse tentar por patios, portales, comercios, callejones como boca de lobo; seguir el rastro del aroma de un plato al paso; ir hacia esos detalles que las luces cambiantes descubren y que de ordinario resultan invisibles; aceptar la invitación de un postillón de vagoneta de viajeros que abre su puerta a la voz de «¡Obrajes!» «¡Garita!»..., arriba pues, ya bajarás; también hay que quedarse quieto en una esquina, inmóvil, a la espera, o sentado a la mesa de un café e intentar desde ese observatorio el agotamiento de un rincón, de un lugar. Solo que eso, en La Paz, se revela una tarea literaria colosal, imposible, brava, nada parisina, así te sientes en el cafetín de la Alianza Francesa, arquitectura en absoluto indígena, sobria y audaz, de Juan Carlos Calderón, arquitecto, persona para mí inolvidable, o en los cafés de la plaza Abaroa, o en el Café Ciudad de la plaza del Estudiante. Dependiendo de dónde te sientes ves pasar ciudades distintas. La Paz, ciudad fragmentaria, rompecabezas, fresco inacabable.

La ciudad atrapada por la cola, como el picassiano deseo. Me voy, ya sé, no por las ramas, sino por las calles del laberinto ciudadano porque no sé por dónde empezar, pero patear una ciudad es dejarse ir. Enseguida te darás cuenta de que cada peatón solitario de la ciudad es un diablo que juega truco con sus ensoñaciones.

¿Por qué La Paz y no otra ciudad? Tal vez, solo tal vez, conteste a esa pregunta con estas páginas. La Paz es una ciudad que engancha. Es dura, agobiante, incómoda, pero engancha. Nunca me he cansado de patear sus calles. No me importa confesar que tengo miedo a contar de esa ciudad por si el hacerlo equivale a despedirme de ella y a enterrarla; por eso sé que me voy a dejar cosas olvidadas a propósito por los rincones, como guijarros de Pulgarcito: el miedo a lo definitivo, a que la riada de la vida y su tumulto te lleve consigo al rincón de las almas perdidas, al de los conjuros que te dejan con las manos vacías y el alma acongojada.

Demos pues un sonoro golpe de platillos de arranque de esta diablada. Allá vamos, que empujen las tubas.

«Recuerdo imborrable», lo dice Jaime Saenz, poeta, sí, pero maldito, escritor de culto, más o menos legible, dependiendo más de sus lectores que de su obra, pero muy citado, por haberse convertido en un mito sombrío, tan celebrado como execrado, e indisolublemente unido a La Paz, su ciudad, como si no hubiera otra La Paz que la suya, ni otra mirada, cuando hay tantas como viajeros o como mirones; tan indisolublemente unido a La Paz, digo, como el pintor, activista político anarquista y escritor Arturo Borda lo estuvo con el Illimani, tal y como aparece al fondo de la calle Camacho o desde lo alto de la avenida Buenos Aires, a lo lejos, rosáceo o violeta al anochecer: «El Illimani era su tema», escribirá Saenz cuando evoque a Borda.

Cuando te pones a la tarea de escribir de lo vivido, de lo recordado, de lo que todavía te emociona y te alegra la vida, tienes que admitir que nada es como lo viste por primera vez, ni tampoco como lo recuerdas. Lo que tú pones en escena es una evocación de lo visto y, a tu modo, vivido. Y tal vez des, entonces, con la explicación de por qué te fascina tanto La Paz y no otras ciudades; de por qué tus viajes chilenos o bolivianos han acabado dando en sus calles vertiginosas, esas que te ponen el corazón en la boca, pese a reconocer que cada vez que has creído tener a la ciudad en tus manos de papel, esta se te ha escapado.

Hay ciudades en las que entras a pie y solo así, y otras, que son las mismas, en las que para hacerlo te ayudas de lo que has leído sobre ellas, páginas que te dan pistas y te incitan a viajar a su encuentro y a patearlas; sin olvidar a sus lazarillos, sin los que probablemente no hubieses logrado entrar allí donde entraste, porque no lo habrías siquiera visto, y que te ponen en bandeja su ciudad con la vaga esperanza de contagiarte su pasión o su encono, y no siempre confiando en que los hagas tuyos... Ah, y sus canciones también, que las tiene, guías de este patiperreo urbano, deriva, husma impertinente, no lo sé con certeza.

Chuquiago, Chuqui apu en lengua aimara, luego Chuquiago Marka y luego La Paz, capital político-legislativa de Bolivia, pero no constitucional, un lugar al que nunca se me había ocurrido ir y en el que no se me había perdido nada, o no más que en cualquier otro sitio, incluido el propio, si es que lo tengo, que no creo, ya no creo. Que no se te haya perdido nada en algún lugar es también un buen motivo para viajar y para poder preguntarte «¿Pero qué demonios hago yo aquí?». La hipotética búsqueda de tu lugar en el mundo es otro de los motivos, más lírico y más falso también. No queda mal en el papel, pero dudo que pase de ser una grandilocuencia de travel writer en campaña que dice viajar a los confines, viajar a secas, para encontrarse a sí mismo. En la realidad te puede pasar que lo hagas y que no te guste lo que encuentres, y que te des cuenta entonces de que el viaje no merecía la pena.

Convengamos, sí, en esa búsqueda, porque ese Otro con el que me he tropezado en La Paz es un tipo más dichoso, o así al menos lo recuerdo, que el que hace a regañadientes el bulto del regreso y más tarde, en la melancolía del recuerdo, advierte el tiempo pasar en su contra.

En todas las ciudades hay siempre una primera vez, una primera llegada y unas primeras imágenes que resultan inolvidables y marcan el ejercicio del recuerdo. Para mí esas imágenes fueron las de la ciudad de El Alto vista desde el aire, gracias a las evoluciones que hizo el avión para aterrizar. Fue en el mes de junio del 2004. El Illimani vendría en otro viaje, pero las primeras imágenes fueron las de esa ciudad que ha ido creciendo alrededor del aeropuerto con la avalancha migratoria, y las de la Cordillera Real al fondo.

Yo no vi llamas pastando en las pistas del aeropuerto de El Alto, como vieron otros, en otro tiempo, o eso dijeron para darle colorido a la estampa: el escritor falangista y diplomático Agustín de Foxá, conde de Foxá, hacia 19501, en viaje de propaganda franquista. No, las cosas no son tan exóticas, aunque así las pintemos cuando nos conviene, cuando hay que sacarle rendimiento al viaje poniendo en escena algún episodio extraordinario, que llame la atención del posible lector, contar algo que otros no hayan hecho ni visto, y más ahora, en tiempos de tenaz exhibición personal en la Red: «¡Eh, que estoy aquí... donde tú no estás!». Los manuales para viajeros en casa pertenecen a otra época. Para hablar de viajes, la banalidad, lo que todo el mundo puede ver, lo accesible, es mal negocio, pero buen tema literario, depende de la escritura. Y la mayoría de los viajes resultan banales, van por caminos trillados, aunque para quien los hace sean extraordinarios y de esa forma nos veamos protagonizándolos. Para eso viajamos también, para salir de nuestra rutina, para vivir algo que no esté en ella atrapado.

En aquella primera ocasión, llegaba de Chile, buscando no sé qué. Nada, pura necesidad de moverme, porque de Bolivia solo sabía que allí había muerto el Che Guevara, alguna vaga información del estaño de Patiño, el nombre de Paz Estenssoro en boca de algún todolosabe patrio de mi infancia y que fuera un refugio ocasional de maleantes europeos... Poco más. Ni siquiera la pichicata o la perica de los felices ochenta era boliviana, sino colombiana o de allí decían que venía. No había leído nada sobre Bolivia, L’homme à cheval de Drieu la Rochelle no cuenta para este viaje y la autobiografía de la Monja Alférez tampoco.

Escribí en mi diario de viaje que Bolivia subió al avión en Iquique, en el norte chileno, puerta de su desierto. Lo dije por los rasgos raciales de los corpulentos originarios que allí embarcaron, cubiertos con ponchos rojos y tocados con sombreros negros. Para entonces el viejo ferrocarril de Arica a La Paz había dejado de funcionar.

Desde el aire pude ver los brillantes tejados de calamina del caserío de El Alto, las iglesias bávaras que luego supe eran las del cura Obermaier, la tierra pardo amarilla, los corralitos, las calles tiradas a cordel que parecen perderse en la nada, los cauces pedregosos de los ríos... y en vez de llamas, lo que vi fueron los desvencijados aviones «de la carne» en los que llegaba el suministro de esta para los mercados paceños desde el Beni. Sus fuselajes maltrechos, de color gris metálico, centelleaban al sol. Aviones muertos y torbellinos de aire que aparecían sorpresivos y recorrían las pistas y los pastos aledaños. He tenido muchas oportunidades de volver a ver esos torbellinos, alguna vez casi con el deseo de que uno de ellos me agarrara y llevara por los aires de Bolivia, como los diablos de Mujica Láinez, de un lado para otro, en un tiempo sin tiempo, el del verdadero viaje interior.

Al poco de salir del aeropuerto me topé de lleno con el escenario de la inmigración boliviana, la incontable gente...

Erscheint lt. Verlag 16.3.2018
Sprache spanisch
Themenwelt Reisen
ISBN-10 84-15958-91-9 / 8415958919
ISBN-13 978-84-15958-91-8 / 9788415958918
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