El misterio de Raspberry Hill (eBook)
160 Seiten
Fondo de Cultura Económica (Verlag)
978-607-16-8164-5 (ISBN)
El castillo en el bosque
Nunca olvidaré la primera vez que vi Raspberry Hill. Debo haberme quedado dormida en el automóvil porque de pronto, cuando dimos vuelta en un camino más angosto, me espabilé.
Recorríamos un bulevar con grandes árboles viejos. Eran robles, creo. Luego pasamos frente a un lago de aguas claras, subimos por una colina empinada y listo, llegamos.
Nunca había visto un edificio tan grande, ¡ni siquiera en el centro de la ciudad! ¿O sería por estar en medio del bosque que parecía tan imponente? ¡Era como un castillo! De cuatro pisos, con balcones y torres, ventanas redondas y puertas muy adornadas. Ni siquiera alcancé a contar las ventanas de la fachada, ¡pero tienen que haber sido más de cien!
En casa vivimos siete personas en dos cuartitos, ¡en Raspberry Hill, sin duda, podrían vivir miles de personas a sus anchas! Pero yo apenas vi dos. Paradas en las amplias escaleras, frente a la puerta más grande del edificio. Ambas vestidas de blanco.
El automóvil se detuvo, el chofer se bajó y me abrió la puerta.
—Bien, señorita, ha llegado a su destino.
De pronto me sentí tímida e infantil, para nada como una estrella de cine que se desliza por el asiento para bajarse del auto sujetando bien fuerte su velís. Me acordé de alisarme el vestido y subirme las calcetas antes de hacer una reverencia ante las dos personas de blanco. Madre siempre dice que ser pobre no es excusa para ser maleducado.
Dos mujeres esperaban en las escaleras, vestidas con uniformes de enfermera idénticos. Pero aparte de eso, no podían ser más diferentes. Una era joven, medio rechoncha y de mejillas sonrosadas. Algunos rizos suaves se asomaban por el pañuelo que llevaba en la cabeza. Cuando sonreía se le hacían hoyuelos en las mejillas, como los que yo siempre había deseado tener. Pero no se puede tener hoyuelos con un rostro tan delgado como el mío, se vería extraño. La otra mujer era alta y flaca, y llevaba el cabello oscuro recogido en un moño apretado a la altura del cuello. Era la mayor de las dos, y me miraba, severa, como si yo hubiera hecho alguna travesura.
Pero entonces la más agradable habló.
—Entiendo que aquí tenemos a la pequeña Stina. ¿Estuvo bien tu viaje?
—Sí, gracias —murmuré e hice una reverencia más.
—Soy la hermana Petronela y ella es la enfermera en jefe de Raspberry Hill, la hermana Emerentia.
Hice una reverencia por tercera vez, por si las dudas. La hermana Emerentia me miró ceñuda, pero luego movió el cuello asintiendo muy ligeramente, como en una especie de saludo, supongo.
—Sígueme, subiremos al pabellón —dijo la hermana Petronela—, puedo llevar tu maleta.
La hermana Petronela me tomó de la mano y subimos las escaleras para entrar. Cruzamos las gruesas puertas de madera, con sus cristales verdosos, y entramos a un vestíbulo inmenso. El piso era de adoquines con dibujos que formaban patrones y las paredes estaban pintadas de verde claro, con decoraciones elegantes aquí y allá. Nunca había visto algo parecido, era como una estación de ferrocarril y una iglesia al mismo tiempo. Pero mucho más grande.
A la derecha y a la izquierda se extendían interminables pasillos anchos y largos, y frente a nosotras había una escalera gris amplia, con una barandilla muy rebuscada, hecha de hierro y que se extendía varios pisos hacia arriba. Intenté alzar la cabeza para ver hasta dónde llegaba el techo y casi me tropiezo con mis propios pies.
—Subiremos por aquí —dijo la hermana Petronela.
Avanzamos algunos pasos antes de tener que detenerme y toser. La hermana Petronela esperó paciente y luego seguimos.
El edificio casi se sentía más grande desde el interior. Pero no vi a ninguna persona, excepto a otra enfermera cuando íbamos en el segundo piso. Pasó a nuestro lado empujando un carrito.
—¿Hay muchos pacientes aquí? —pregunté.
—No demasiados —respondió la hermana Petronela—, pero todo el tiempo llegan más, ahora que todo se ha restablecido tras el incendio.
—¿Hubo un incendio?
—Vaya que sí, ¿no lo sabías, Stina? Toda el ala este se quemó hace algunos años. Así que hubo que cerrar el sanatorio. Pero ya estamos de vuelta.
Parecía estar orgullosa cuando me sonrió. Pero no pude evitar estremecerme. Nada me asusta tanto como los incendios. El barrio de Munkholmen se quemó una vez cuando era chica. Ole, Edith y yo estábamos en alto y lo vimos, y algunos no alcanzaron a salir de sus casas… Ay, fue terrible.
—Hermana Petronela…
—¿Sí?
—En ese incendio, ¿murió alguien?
Los hoyuelos de la hermana Petronela desaparecieron.
—Eso no debe preocuparte, Stina. No hay nada de qué asustarse. Todo está bien ahora ¡Has de saber que Raspberry Hill es el mejor y más moderno sanatorio de toda Europa! ¡Has tenido una suerte colosal al poder venir aquí!
Tuve que hacer otra pausa hasta que dejé de toser. ¿Cuánto más íbamos a caminar? Sentía como si lleváramos varios minutos en el mismo pasillo.
—Ya está, ¡llegamos al pabellón 14! —dijo la hermana Petronela, nuevamente alegre, y se detuvo.
Abrió la puerta de una habitación o, mejor dicho, de un dormitorio. Todo en él era blanco como la tiza. Las paredes eran blancas, el techo era blanco, hasta el cielo afuera era, más que azul, blanco. Había ocho camas perfectamente hechas acomodadas en dos hileras; cortinas blancas colgaban del techo.
Todas las camas estaban vacías.
—¡Ahora, señorita, Stina, puede elegir su cama!
—Pero… ¿sólo yo dormiré aquí?
—¡Pues sí! Como ya dije, todo el tiempo llegan nuevos pacientes, pronto tendrás compañía.
Tragué saliva. Todo un dormitorio para mí sola. Eso era justo lo que había soñado algunas veces estando en casa en Sjomansgatan, cuando, con mis hermanos por todas partes, apenas había dónde sentarse. Ahora con gusto los habría traído conmigo. Aquí hubiéramos tenido espacio más que suficiente para todos. También para Madre.
Fui lentamente hacia la ventana en el extremo del dormitorio. Estaba muy alto. Había copas de árboles hasta donde alcanzaba a ver, y también pude observar un pedacito del lago que habíamos pasado, allá abajo, a lo lejos.
—Escojo esta, gracias —dije y puse la mano en la cabecera fría, pintada de blanco, de la cama que estaba más cerca de la ventana de la derecha.
—Yo habría elegido la misma —rio la hermana Petronela—. Bueno, ¿desempacamos?
Puso mi velís sobre la cama, lo abrió y empezó a sacar mis cosas rápidamente. Apenas alcancé a estirarme para atrapar a Robinson Crusoe antes de que llegara al suelo.
Junto a la cama había un buró pequeño. Metí el libro, las estampas, el trompo y la fotografía en el cajón de arriba mientras la hermana Petronela colgaba mi ropa en un armario angosto que estaba un poco más lejos. A mi muñeca Rosa la senté en el buró. Me pareció que se veía excepcionalmente sorprendida.
La verdad, soy demasiado mayor para tener muñecas, pero, de todas formas, fue lindo tener a Rosa conmigo. Además, con su vestido a cuadros rojo le daba un toque de color a todo ese blanco.
—Bueno —dijo la hermana Petronela—, ahora Stina, creo que tienes que descansar un rato antes de la cena. La bacinica se encuentra bajo la cama y hay agua para beber en la jarra que está al lado de la puerta. No andes por ahí, quédate en el pabellón. ¿Ves esta cuerdita de aquí, pegada a la pared?
Claro que la veía. Una cuerda blanca muy gruesa, con una esfera en un extremo.
—Si la jalas, sonará una campana en la estación de la enfermera encargada del pabellón. Pero únicamente se usa para una emergencia de verdad. Así que nada de diabluras, señorita.
Agité la cabeza. Tendría mucho cuidado de no jalar ninguna cuerda. Ya podía ver una campana enorme retumbándole al oído a la estricta hermana Emerentia, que de inmediato vendría furiosa por el pasillo. No quería enfrentarme a eso.
—¡Pues listo! Descansa —dijo la hermana Petronela y desapareció al salir por la puerta.
Se oían sus pasos alejándose por el pasillo. Luego todo quedó en silencio. Realmente en silencio. No recordaba haber estado jamás en un lugar donde no se oyera nada.
Me vino otro ataque de tos que sonó como disparos en aquel dormitorio vacío. Tan silencioso. Tan blanco. Todo era tan singular. No sé muy bien qué me había imaginado, pero eso sí, había pensado que un sanatorio tendría más colores y sonidos. Y también otros niños. Me senté en el borde de la cama y olisqueé un poco mi suéter. Madre. Me pregunté qué estarían haciendo en casa justo en ese momento. ¿Pensarían en mí? ¿Estarían preocupados? Les escribiría una carta tan pronto como pudiera. La hermana Petronela de seguro me daría papel y pluma.
¿Y qué les escribiría? Estoy en un castillo en lo profundo del bosque. Creerían que lo estaba inventando, aunque casi, casi era verdad.
No tenía nada de ganas de descansar. Así que me acerqué a la ventana otra vez. El alféizar era ancho y amplio, lo suficiente para sentarte en él si lograbas subir hasta allí. Hice el intento de impulsarme, pero sentí tal presión en el pecho que tuve que rendirme y quedarme...
| Erscheint lt. Verlag | 22.3.2024 |
|---|---|
| Verlagsort | Mexico City |
| Sprache | spanisch |
| Themenwelt | Kinder- / Jugendbuch ► Jugendbücher ab 12 Jahre |
| Kinder- / Jugendbuch ► Spielen / Lernen ► Abenteuer / Spielgeschichten | |
| ISBN-10 | 607-16-8164-2 / 6071681642 |
| ISBN-13 | 978-607-16-8164-5 / 9786071681645 |
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